Tuve la dicha y fortuna de formarme en UNAH con excelentes docentes. Médicos
de mucho prestigio y renombre nacional e internacional. Muchos de ellos además de ser grandes figuras
en sus ramas de especialidad tenían una gran vocación docente y gran calidad
humana. Tuve la suerte de haber estado en UNAH antes de la masificación de la
educación superior y de esa manera las clases eran casi tutoriales donde el
docente nos conocía por nombre y nos guiaba paso a paso durante la carrera y
los compañeros nos conocíamos todos. En nuestro año de internado nos tocó
batallar con la epidemia del cólera que azotó al país de forma brusca y nos agarró
desprevenidos y no preparados, similar a la actual pandemia.
Nada como una tragedia familiar para replantarle los pies a uno en la
tierra, no digamos un sinnúmero de tragedias en medio de una pandemia. Es de
muchos conocidos la muerte de mi madre VIRGINIA FIGUEROA GIRON (el DE ESPINOZA
se lo quito hace más de 20 años cuando comenzó el movimiento feminista y de
enfoque de género, una vez le hi ce la broma a mi papa que algo había hecho el
…no le causo gracia y no repetí la broma). No tenemos una fecha exacta de
cuando comenzó la enfermedad de mi mama. Hace 2 años mi padre sufrió un fuerte
evento cerebro vascular (derrame). Esto dejo a una de las más grandes mentes de
la literatura, medicina y política atrapada en un cuerpo que ya no era el mismo
y le limitaba, ya solo quedaban las anécdotas de como camino descalzo desde
Soledad hasta Orocuina para no dañar sus caites o de como caminaba kilómetros
interminables bajo la nieve mientras estudiaba en Alemania y de cómo nos dejaba
atrás a personas más jóvenes mientras recorríamos su propiedad en Siguatepeque.
La guerra de mi madre con el cáncer comenzó en 1989 cuando ganó la
batalla contra el cáncer de mama, hace 3 años derroto al cáncer de tiroides,
pero en esta última épica batalla lo dio todo contra el linfoma mas agresivo
posible. En números gano 2/3 batallas, pero perdió la guerra. Esto lo aprendí de la vida, no de la facultad.
En este último caso ella se había dedicado casi en exclusiva a cuidar
de mi padre. Se encargaba de sus comidas, higiene, medicamentos, examen,
consultas médicas, etc. Si vida giraba alrededor de la salud física y mental de
su esposo. Incluso al tener el diagnostico de linfoma su primera preocupación
era quien cuidaría de el al faltar ella. Este tipo de amor no se menciona en
las aulas. Siempre se olvida de cuidar al cuidador del enfermo. Es durante este
tiempo que comenzó a perder peso. Más de 20 libras en un periodo de 2 años, de
forma involuntaria. LO adjudicamos al
stress de los cuidados de mi padre y un medicamento que le había indicado el endocrinólogo
para una glicemia anormal. No aprendí en la facultad que algo que si me
enseñaron lo racionalizaría.
Una vez que ya comenzamos a
indagar más y hacer más estudios vimos que el panorama no era tan sencillo.
Algo que si aprendí es que en Honduras uno nunca debe enfermarse en Navidad.
Por suerte colegas recién conocidos (el Oncólogo Dr. Alvarado le realizo la biopsia
medula ósea el 30 de diciembre) y el Radiólogo Intervencionista Carlos Rivera
(un amigo mío desde la infancia pero que demostró el cariño a a mi madre le
realizo una biopsia de ganglios retroperitoneales que resultó infructuosa aquí
y en EEUU al repetirla). Aprendí de mi amigo Said Kafati (radiólogo oncólogo)
que cuando uno le dice a un colega que ocupa algo para la madre la respuesta
debe ser siempre “no te preocupes, tráela en cualquier momento”.
Se tomó la dura decisión aprovechar un seguro médico internacional para
continuar estudios y llevar a cabo el carísimo tratamiento en Estados Unidos.
Eso implicaría dejar a su pareja de medio siglo en Honduras. No aprendí en las
presentaciones con acetatos que las separaciones serían tan duras y difíciles y
que dar ese paso hacia el extranjero sería una decisión marcada con lágrimas
escondidas. La enfermedad avanzo como
cualquier sombra que encuentra una luz. La luz es básica para crear la sombra,
pero esta busca abrazar y pagar la luz que la creo. Pronto paso de ser una paciente ambulatoria a
ser hospitalizada. Paso rápido de salas comunes, a cuidados intermedios a
cuidados intensivos donde pasos su último momento. En este hospital aprendí que
el trato amable comienza con el vigilante. Cualquier empleado que nos veía
perdidos nos preguntaba como estábamos y si ocupábamos una orientación nos
guiaban con amabilidad. No sé qué cara tenía yo en un elevador que una enfermera
me pregunto que como me sentía y que si podía hacer algo para ayudarme. Le dije
que solo era un día difícil. Se disculpó por no poder hacer nada para hacerme
sentir mejor. Al agradecerle sus palabras se extrañó “no pierdo nada en
desearle un buen día y que todo mejore para usted y su familia”, se despidió
con una amable sonrisa. El día no mejoro.
En este hospital aprendí la palabra CENTINELA. Nos turnábamos para
dormir en un sofá plegable y estar pendiente de que nuestra madre y abuela no
se sintiera sola, sino de alimentarla, llevarla al baño mientras ella podía. Pasábamos
48 horas en el hospital para luego ser relvados x 1 noche y seguir. Un enfermero
se me acerco y e dijo que apreciaba que estuviéramos allí. Dijo éramos sus
centinelas que vigilábamos a nuestro familiar y que no dudáramos de informales cualquier
cambio o evacuar cualquier duda a la hora que fuese. Dijo nuestra presencia le
indicaba lo importante que era ella para nosotros y le hacia sentir el deseo de
redoblar sus esfuerzos en atenderla. Conocí
las salas de cuidados intensivos abiertas, donde familias enteras acompañaban a
su familiar enfermo. Durante las pasadas de visita o mientras hacían sus
procedimientos eran cuidadosos de pedirnos permiso y se adaptaban a nuestra
invasión del reducido espacio, no recueros en ningún momento me pidieran
salirme, excepto para procedimientos que requirieran más espacio. En nuestros
hospitales por décadas aprendí que la visita siempre había que sacarla al momento
de pasar visita. Se les ve durmiendo en el piso o las gradas. Aprendí que a la
visita se le deba dar un sitio digno donde dormir, darle una sábana y una
almohada y que tengan baños limpios, privados donde puedan hacer sus
necesidades como todo ser humano.
Aprendí que mi sobrina Antonelli (Toni para mi) ya creció y es una
mujer. Claro que cronológicamente lo sabía, pero aprendí que sin ser médico aprendió
los parámetros de un ventilador mecánico mejor que yo lo hice en mis rotaciones
de medicina interna. Aprendí como se debe lidiar con la burocracia hospitalaria
(en todos lados la hay). A ella le toco
la parte más difícil, casi todas las noches las paso al lado de su abuela (mas
una madre en realidad). Cuando ya se tuvo que tomar la decisión de
desconectarla del ventilador mecánico (basados en sus deseos de como morir) nos
ataco la pandemia. Se prohibieron los permisos para entrar al hospital a toda
la familia menos 1. Anto se quedó al pie de la cama, se le informaron los
parámetros del monitor que indicarían el pronto deceso de mi madre y de esa
manera ella nos informaría ya que solo bajo esas circunstancias se nos
permitiera entrar al hospital para acompañarla en su último respiro, mi papa y
yo esperábamos en la habitación de probablemente el hotel más sucio de Usa,
pero a 3 minutos del hospital. Almohadas impregnadas de nicotina y una alfombra
que solo el socio la mantenía pegada al piso. Demasiada presión para alguien
que recién comienza la adultez, ella lo afronto con lágrimas, pero sin bajar la
mirada, hombros arriba, sin titubear, tal como la abuela se lo había inculcado
desde pequeña. Se sintió mal porque su pronóstico para alertarnos fallo por
unos minutos, en realidad fue certero, pero la excesiva burocracia y seguridad
para que pudiéramos entrar nos robó de ese último adiós.
No hay nada más romántico que la última mirada entre dos enamorados y
ese fue mi objetivo en la última visita a mi madre con mi papa. Habían estado
quitándole la sedación para determinar si podía respirar sola. Ella ya no pudo y la iban a sedar hasta que
se tomara la decisión familiar de desconectarla definitivamente. Debido al
reforzamiento en la seguridad del hospital por la pandemia (no me dirijo a ese
virus por su nombre) llegamos justo a tiempo para que mi padre intercambiara la
última mirada consciente entre ambos, ya después ella estaría sedada hasta el
final. Logramos llegar a tiempo, no me pude quitarle la mochila, sino que le
logre vestir con la indumentaria requerida para ingresar a la habitación, le
acomódela mascarilla, lo intente peinar y lo logramos. Fue como ver 2 escolares
cruzarse iradas a escondidas del maestro. Luego el sedante hizo efecto y su
mirada se apagó. En memoria mi papa solo lo había visto llorar unas 3 ocasiones
en mi vida, esta fue la peor. En todo sentido. Se le opacaron los lentes por la
mascarilla. Yo estaba fuera de la habitación y no lo vi tropezarse, pero lo vi
caer en cámara lenta. No sé cómo, pero salte casi 3 metros de un solo, llegue
tarde. Él estaba en el piso. Al intentar levantarlo me di cuenta del daño, el
humero derecho crepitaba. No aprendí en las aulas que las tragedias vienen
juntas, una tras otra. El equipo de cuidados intensivos se congelo por unos
segundos y luego comenzaron movilizar personal de auxilio. Yo solo serví para
consolarlo. Aprendí que para ellos 17 minutos para que llegaran los paramédicos
a rescatarlo, inmovilizarlo y trasladarlo a la sala e emergencias era mucho
tiempo. También aprendí que las salas de cuidados intensivos en ese hospital
miden su desempeño en meses sin caídas de pacientes, técnicamente mi papa no
desbarato su record.
Toco acompañarlo en la emergencia. Allí aprendí que la emergencia en
esos lugares es, para citar a la enfermera que nos atendió “para poner una
curita” y resolver en otro sitio. Esa curita demoro casi 8 horas. Aprendí que el dolor solo se puede explicar
hasta que se conoce. En medio de dolor emocional se acompañó el terrible dolor
de una fractura sostenida por una férula de fibra de vidrio y vendaje elástico,
más adelante le colocaron una ortesis de humero, o lo operaron. También aprendí
que los analgésicos más potentes no calman por completo ese dolor y que además
dan como efecto pesadillas y alucinaciones. Algo que se aprende en clase, no se
comprende hasta que se convive con ello en las peores de las circunstancias.
Aprendí que para que una familia se desprenda de un ser querido, el
hospital en 1er lugar debe asegurarle que no sufrirá. No solo es de desconectarlos
hasta que cesen las funciones vitales.
El proceso fue muy delicado y lo vigilaban constantemente, asegurándose
que aun en ese estado terminal no hubiera dolor en la transición, que no pasara
por stress. Les dijimos que iríamos a almorzar y que por favor nos avisaran de
cambios. El personal de cuidados intensivos nos había preparado una bandeja de comida
y bebida para que estuviéramos tranquilos en el salón de familiares de
pacientes cuidados intensivos. Aprendí que el dolor del familiar también es
importante.
Lo que tenía que pasar paso. Ella vivió su vida bajo sus términos y decidió
su muerte de igual manera. Al desconectarla le habían dado un par de horas de
vida. Aprendí que el habito de caminar 10 kilómetros diarios por los últimos 20
años le dio un corazón de guerrera. “ella se ira cunado ella decida, no porque
aquí se lo digan, no será hoy, será mañana”, les dije a mi familia. Asi fue.
Anto nos estaba convocando a las 3 am para el desenlace que temíamos y
esperábamos.
La pandemia no nos dio tregua. El día que se inicio la cuarentena con
cierre de fronteras, Quedamos atrapados en USA. Allí tuve la oportunidad de
conocer a 2 personas. En realidad, ya les conocía, pero aprendí su valor en
esos días de crisis. LA primera es mi hermana mayor Marta Estela. Por razones
laborales ella salió de Honduras hace 30 años y hemos tenido contacto esporádico,
pero constante, ahora con la tecnología mucho más. Aprendí que para apoyar a
nuestra madre se desprendió de todo. Hizo a un lado s trabajo y se dedicó a
darle fuerzas en momento de flaqueza, a hacerla sonreír y apreciar y añorar la
ilusión de sanarse. Me enseñó a hacer avena con leche de semillas de marañón
casera. Parece algo superficial, pero en esos momentos hablamos, nos reímos y
lloramos juntos, la catarsis perfecta, no lo aprendí en mis clases de psiquiatría.
Nos atendió como que fuera una visita de vacaciones de verano. Nos abrió su
hogar. Aprendí del Dr. Américo reyes (psiquiatra) el valor de la amistad al
amigo y maestro. Él estaba de viaje en la misma ciudad y al saber de la muerte
de mi mama insistió e ver a mi papa. Deseaba apoyarle en ese momento difícil. Nos visitó, comió con nosotros, platico con mi
padre, me ayudo a llevarle a baño, me ayudo a cargarlo. Después me di cuenta el
esfuerzo le reactivo la ciática. Estuvimos en contacto hasta el momento de
nuestro retorno, me confeso se sentía mal y creía tenía el virus de la
pandemia. Me enseño que los amigos de los padres, los heredamos los hijos.
Había que tomar una decisión, no podíamos regresar a Honduras, no
cabíamos en la casa de mi hermana Marta y a mi papa se le estaban agotando los
medicamentos que le habíamos traído de Honduras. La opción era ir a una sala de
urgencias médicas (mi papa no tiene seguro médico de USA), el riesgo era pasar
una noche entera en esa sala donde el virus de la pandemia ya estaba
circulando. Aprendí que ante la
necesidad se debe ser ingenioso, también que la familia es lo 1ero y más
importante. Contacte a un primo que vive a 12 horas en vehículo. Después de
plantearle la situación y lo que necesitábamos, su única pregunta fue “a qué
hora deseas este el motorista esperándolos?”, nos envió transporte y nos
desplazamos. Allí además de albergue, comida, compañía familiar nos ofrecía la
oportunidad de que un colega amigo (Ronnie Chu) revisara a mi padre y le recetara
medicamentos. Así que tuvimos que dejar a mi madre, en una morgue ara ser
incinerada, es o que ella deseaba. Partimos en busca de asilo familiar y salud
para mi padre. Aprendí a subir solo a un vehículo alto a un hombre de 160
libras con cirugía de columna, un brazo quebrado y el corazón roto. Luego aprendí
que al lado del hotel había una ferretería donde pude por $5 adquirir una grada
plegable que facilitaba el esfuerzo a la mitad. El viaje fue largo y duro, mi
padre estuvo con dolor y fiebre. Al llegar a nuestro destino y ser evaluado,
nos dimos cuenta que lo que sospechábamos era cierto, tenía bronquitis. Se le hicieron
examen y la pandemia no lo había tocado por suerte.
Una vez más aprendí de mi primo José Rene el valor de la familia. Nos
hospedo, nos alimentó, nos trató como realeza.
Un primo que hace décadas partió a USA buscando el sueño americano. Aprendí
que los sueños se comparten con la familia. Mi tía Yolanda, madre de mi primo y
hermana de mi papa nos cuidó y lo mío a el tanteo que paso de decirle hermano a
decirle hijo. Mi prima Tania (menor que yo) con mucha madurez nos dio el pésame
por mi madre y luego se dedicó a cocinar para nosotros y cuidarnos.
Antes del último día con mi madre había hecho una pequeña lista de
canciones que sabía ella le gustaban. En los últimos momentos que pase con ella
las escuchamos, en mi mente deseo así haya sido. En ese largo viaje hacia la
casa de mi primo escuché la lista y en la privacidad que brinda un vehículo con
5 personas rompí en llanto silencioso. Sentí una mano en mi hombro que me
consolaba, quiero pensar fue mi madre, pero se fue mi hermana mejor Virginia.
Aprendi que la música nos une y ata de por vida.
En la casa de mi primo no nos faltaba nada, hasta teníamos en exceso.
Se dio la oportunidad de regresar a Honduras vía Houston e iniciamos un viaje
de 8 horas, Justino, el conductor que nos apoyó en el 1er viaje se apuntó para
el segundo. No fue tortuoso como el 1ero, las autopistas desérticas y entramos
a Houston como ciudad fantasma. Toco madrugar para estar temprano en el aeropuerto,
enmascarados, enguantados y con el gel de mano…a la mano.
Momentos de tensión en el avión. Aprendí que en Honduras nunca se está
listo para grupos vulnerables. Cuando se camina por la calle se ve como un
adulto mayor con alguna discapacidad es un estorbo. No había sillas de ruedas
disponibles y aunque no hicimos fila, la firma del contrato de la cuarentena
hubo que hacerla de pie.
Aprendí mucho. No se puede cuidar solo de la familia. Mientras
cuidábamos a mi padre, Mireya (mi esposa) cuidaba de Santiago y a la vez mi
cuñada Melissa les apoyaba. Marlon (esposo de Virginia) le toco cuidar de los 2
hijos y trabajar al a vez. Nadie se puede cuidar solo. Aprendí de mi sobrino
Alejandro que nunca es tarde para demostrarle a tu abuelo mimos y cuidados y
que con palabras suaves y una sonrisa el paciente sigue mejor las
instrucciones.
También aprendí que en la familia hay de todo. Nunca falta la de la
sonrisa permanente que aun fresca la tinta en el acta de defunción y ya está buscando
que le puede quedar.
En pláticas con mi padre, Mi mama le confeso que sabía que de esta no
salía. Nadie vence a un tercer cáncer. Ella afronto la enfermedad con valor,
para demostrarnos que ni las fiebres, el dolor o el cansancio, ni los miles de dolorosos
exámenes la doblegarían. Hasta en sus últimos respiros regaño a mi papa porque
se estaba comiendo un postre sin cuidar su dieta. Me enseñaron en mis clases
que nadie sobrevive con glóbulos blancos bajos, de mi madre aprendí que solo
una guerrera sale de una sepsis con cero glóbulos blancos y le dice a la parca
que se espere, que se la lleva cuando ella le dé permiso de llevársela, antes
no. Entre más recuerdo, sigo aprendiendo. Un verdadero maestro.
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