Ermilo
Abreu Gómez (mexicano)
—¿Está Rafael?—pregunté al portero del
diario.
—Suba, D. Ermilo, acabo de verlo subir.
Como el elevador casi siempre está
descompuesto, aguanté la respiración y trepé hasta el quinto piso.
—¿Está Rafael?
—En este momento baja; es la hora de su
clase en la Preparatoria.
Salí presuroso y llegué, dando rodeos por
calles y plazas, a la Prepa. A un viejo discípulo le pregunté:
—¿Está Rafael?
—No, maestro, no hubo clase. Creo que se
fue a la Universidad.
—Bueno, gracias. Hasta luego.
—¿Está Rafael?
—Está en la imprenta con el señor
Monterde, corrigiendo las pruebas de su libro.
—¿Qué tal Panchito? ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Y tú? ¿Qué buscas por aquí?
—Ando tras Rafael.
—Si llegas dos minutos antes lo encuentras
aquí. Tiene clase en Altos Estudios. Todavía lo puedes hallar ahí.
—Te agradezco la noticia. Hasta luego,
querido Panchito.
De la Facultad de Filosofía y Letras salía
ya el Director Julio Jiménez Rueda.
—Perdona que te interrumpa Julio ¿no has
visto a Rafael?
—Anticipó la hora de su clase porque
faltó, porque faltó, no sé quién faltó.
—¿Y no sabes dónde puedo encontrarlo
ahora?
—Ahora mismo dicta una conferencia en
Bellas Artes. ¿Pero dónde vives, mi querido Ermilo, dónde vives? Es una
conferencia muy anunciada. Te sobra tiempo. Anda.
Cuando llegué sonaban los aplausos. Me
atropelló la gente que salía. Puras caras conocidas: Huerta, Henestrosa,
Baqueiro, López Trujillo, Barreda, Iturriaga, Córdova, y no sé quiénes más.
Aborde a uno:
—¿No has visto a Rafael?
—Salió con el embajador de Venezuela.
—Gracias.
—¿Es la Embajada de Venezuela?
—Sí, señor, ¿qué desea?
—Darle un recado al señor Heliodoro Valle.
—Fue a una cena a casa del señor Embajador
de México en Cuba.
—¿A casa de José Rubén Romero?
—Sí, señor.
Llegué a casa de José Rubén Romero. Me
anuncié. En la escalera Rubén, un poquitín más gordo, un poquitín más triste,
pero mucho más bondadoso, me abrió los brazos:
—Busco a Rafael.
—Espéralo. Cenará conmigo y otros amigos.
Espéralo.
—Tengo prisa, querido Rubén. Lo veré
mañana.
—Como quieras. Ya sabes, estás en tu casa.
—Rubén, lo sé. Se te quiere y hasta luego.
Amaneció. Mis clases empezaban tarde.
Tenía tiempo para localizar a Rafael. Hablé por teléfono a su casa.
—¿Está Rafael?
—Acaba de salir, señor. Si lo quiere ver
lo puede encontrar en Talleres Gráficos.
—Muchas gracias.
Llegué a Talleres.
—¿Dónde puedo ver a Rafael?
—Allí donde están las pruebas de galeras.
—¿Está Rafael?
—Ésta en el fotograbado.
—¿Está Rafael?
—Acaba de salir. Dijo que iba a la Biblioteca
Nacional.
—Señor Iguíñiz, ¿no ha estado por aquí
Rafael?
—Cómo no, tomó unos datos y se fue a la
Biblioteca de Relaciones.
—Mi querido Salvador Cordero ¿Ya llegó
Rafael?
—Sí, pero se fue a ver a Gregorio López y
Fuentes.
Gregorio estaba en la imprenta formando su
Gráfico.
—Gregorio, necesito a Rafael.
—Salió por ahí; mira sigue aquella puerta.
Es posible que lo alcances.
No lo alcancé. Me tuve que ir a mi clase.
No podía faltar.
El deber ante todo. Di mi clase. A eso de
la una salí de la escuela; y otra vez en busca de Rafael. Encontré a Rafael F.
Muñoz.
—Mi querido Muñoz ¿dónde diablos puedo
hallar a Heliodoro Valle? Estoy tras él hace días y no puedo tropezármelo.
—Es casi imposible, querido Ermilo. Es el
hombre más ocupado de México. Entre sus clases, sus artículos, sus libros, sus
conferencias, sus investigaciones, sus consejos se le van las cien horas del
día.
—Es verdad.
—No tienes más que tener paciencia. Un día
se te aparecerá.
—Voy a ir otra vez al periódico.
—¡Haz la lucha! Hasta luego.
—Hasta luego, mi querido Muñoz. De paso te
digo que ya recibí tus libros para la dichosa Antología, que anda como piojo en
alquitrán. La culpa la tienen los dioses y los diablos de la imprenta. Pero
saldrá. Ya verás qué bonita queda.
—Avísame.
Llegué al periódico.
—¿No está Rafael?
—Se fue a un entierro.
—¿De quién?
—De Heliodoro Valle. Él tiene que decir el
discurso oficial.
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