TITO ORTIZ
Mi abuela leía
su biblia a diario. Era cristiana. Sin embargo, no era una fanática, ni una
santulona. Eso le sirvió para soportar con valor y resignación la muerte de
tres de sus hijos: Mi mamá a los 34 años
de edad en un accidente, mi tío Tatío de
54 también en un accidente, mi tío Yofo
de 53, se suicidó al quedar ciego por la diabetes en Caracas, Venezuela. Y por
último mi abuelo, con quien compartió con amor toda su vida.
Yo fui su
primer nieto. Ella me llamaba por teléfono todos los miércoles por la noche,
para que yo no gastara en la llamada. Hace 22 años de esto. Todavía me hace
falta su preocupación por mí. Con ella me sentía protegido. Era una mujer
sabia, fuerte, vivida, positiva y amorosa. Siempre aconsejándome
sabiamente. Le gustaba que le contara
chistes y yo era muy salamero con ella, la llamaba " Mi Reina".
Cuando venía a
San Pedro Sula se quedaba hospedada en mi casa por supuesto. En la mañana
temprano, me iba a su habitación a saludarla y ya estaba bien guapa, maquillada
y peinada, desayunando con un azafate encima de sus piernas y viendo televisión
desde su cama. Platicábamos por horas. A
pesar de haber llegado solamente hasta segundo grado, con ella se podía
platicar sobre cualquier tema. Siempre estaba actualizada.
Era tan amena y
me contaba historias interesantes de su vida, que son las que yo les he contado
a ustedes. Muchas de ellas sacadas de un diario que mi abuelita escribía en sus
ratos libres, sentada en la mesa del comedor, mientras mi abuelito Misteredi la
observaba disimuladamente. Veía como ella después de escribir un rato se
enjugaba las lágrimas con una servilleta.
Terminó tirándolo al basurero. Afortunadamente mi tía Ana, su hija
menor, lo rescató de la basura y lo guardó por muchísimos años sin leerlo,
porque le parecía una falta de respeto el hacerlo. Ese diario acompañó a mi tía
Ana a la India, y luego a Australia, siempre sin leerlo. Al fin lo leyó y me
contó que lo tenía guardado, se lo pedí y con el visto bueno de toda la
familia, me lo entregó.
En él hay
historias como de cuando tenía 13 años, un año después de haber llegado a
Tegucigalpa, procedente de San Juancito, buscando un trabajo como empleada
doméstica. Alguien le contó que su papá trabajaba con la Standard Fruit Company
en La Ceiba. Decidió ir a pedirle ayuda. En ese tiempo periódicamente salían
caravanas desde Tegucigalpa a La Ceiba a pie. Se unió a una y caminando durante
un mes, por veredas y atajos, cruzando ríos, y evadiendo culebras, se tuvo que quitar
los zapatos nuevos porque le hacían callos y continuó descalza. Cuando llegó a
su destino, encontró a su papá sin trabajo, borracho, tirado en una acera. Por
casualidad se cruzó en su camino una señora para la que ella había trabajado en
Tegucigalpa y le ayudó pagándole el pasaje hasta San Pedro Sula, en donde
trabajó en el Hospital Leonardo Martínez haciendo el aseo y limpiando bacinicas
hasta que ahorró para regresar a Tegucigalpa.
O la primera
vez que regresó a San Juancito, como la rodearon familiares y amistades para
que les contara de su aventura en la gran ciudad, preguntándole con curiosidad
que como era la vida allá. Preguntándole que si no le daba miedo caminar
aquellas siete leguas (34 Km.) de distancia, sola, de 12 años de edad, por
aquellos caminos desolados, en los varios viajes que tuvo que hacer a pie,
descalza, cargando en su espalda y sobre su cabeza, las cosas de su casa
sintiendo que la nuca se le quebraba por el peso de lo que llevaba.
Ella les
contestó que casi siempre la acompañaba una señora de edad, que mientras
caminaba a su lado, la aconsejaba. Que se sentía protegida por ella. Que era
bien bonita. Que tenía los ojos verdes y un lunar en la mejilla derecha. Las
señoras mayores al escuchar la descripción de la señora que la acompañaba, se
volvieron a ver entre ellas asustadas y dos de ellas exclamaron al mismo
tiempo: ¡La finada Mama Tina!
Historias como
que cuando vivía en Puerto Cabezas, Nicaragua, mi abuelito Misteredi viajaba
con mucha frecuencia a Costa Rica por su trabajo con TACA, quedándose sola con
su hija recién nacida. Entonces vio un ladrón escondido debajo de la cama con
un puñal en la mano. Fingiendo no haberlo visto, se dirigió a la cuna de la
niña, la pellizcó, la niña dio un grito, entonces ella le dijo a la niña, ya le
voy a hacer su pepito. Puso a hervir una olla de agua y cuando ya estaba
hirviendo se la tiró al hombre, el cual, dando gritos de dolor, corrió hacia la
calle, rompiendo la puerta de tela metálica con su cuerpo.
Historias de
cuando estuvo interna en el Hospital San Felipe por padecer tuberculosis y como
no le permitían a mi mamá cipota visitarla por el contagio. Se tenían que ver a
través del cerco de malla ciclón que separaba el patio del hospital con la
calle.
De cuando fue a
su primera fiesta y como le dolían los pies al bailar porque no estaba
acostumbrada a usar zapatos. Un muchacho bien guapo la sacó a bailar. Ella le
preguntó qué en que trabajaba. Él le dijo que era mesero. Entonces ella le
dijo: ¡Ah no! Criado con criada no funciona.
Las páginas
manuscritas rescatadas del basurero
Esta es una
copia a máquina de una de las paginas rescatada del basurero, en donde nos
cuenta como conoció a mi abuelito Misteredi, cuando se sacó la lotería y compró
su casita (La Casa del Pino) en el barrio Buenos Aires. (está copiada exactamente
como ella la escribió)
Le encantaba ir
al cine a ver comedias en español. Una vez,
entusiasmado le conté que iban a estrenar una comedia en el Cine Presidente.
Que se alistara porque íbamos a ir a la tanda de tres de la tarde. Cuando
estábamos juntos siempre nos agarrábamos de la mano, especialmente al ver una
película.
Era una mujer
muy puntual. Desde antes de que yo llegara a recogerla, ella ya estaba lista,
esperándome elegantemente vestida, sentada meciéndose en el "Swing"
colgado del techo del porche. (Hemos cargado con el swing desde que lo tuvimos
en la Casa del Pino). Entramos
al cine y comenzó la película. De repente, veo un hombre en un puesto de un mercado,
metiéndole la mano a otro en una licuadora porque no le pagaba lo que le debía.
Luego apareció un enano tocándole el busto a una mujer bien guapa.
Sorprendidos, sin volvernos a ver, mi abuelita apenada me decía: Ay Tito. Y yo le contestaba igual de apenado: Ay
abuelita. No era el tipo de comedia que
esperábamos. Se llamaba "El día de los Albañiles". Como decía ella
"Salimos disparados" del cine.
El jueves 21 de
abril de 1995, me llamó mi tía Laura para decirme que a mi abuelita le había
dado un derrame cerebral. El viernes ya estaba yo a su lado en el hospital en
Long Beach. Me dijeron que estaba en estado de coma. Me dejaron a solas con
ella y aproveché para hablarle y darle las gracias por haber sido una abuela
tan amorosa.
Se que me
escuchó. El sábado 23 murió.
Me quedé
durmiendo en su dormitorio que estaba tal como ella lo había dejado. Desordenado,
pero con ojos de amor yo lo veía lindo. Allí encima de su tocador estaban en
forma alborotada todos los cepillos, peines, broches, prendedores y peinetas
con forma de mariposa. Los coleccionaba.
Eran más de cien. Agarré 15 de plástico para traérselos a mis hijas. Le
encantaban las mariposas.
La televisión
en que ella veía sus novelas en español en el canal 34, apagada. Todo era
silencio. Solo se oían mis movimientos.
Estaba yo solo en toda la casa. La revisé con tanto cariño. Palmo a
palmo. Vi el teléfono beige con su cable larguísimo para que ella lo anduviera
por toda la casa. El número Geneve 9 - 8163 ya nunca más lo marcaría. La mesa
del comedor en donde mi abuelita me servía desayunos deliciosos vacía. Se
sentía la presencia de mis abuelos.
Abrí la puerta
que daba al callejón en donde tantas veces jugué con mis hermanos y pude
reconocer de inmediato el clima delicioso, helado y el aroma característico de
Long Beach, olor a mar. Olor a sal.
Sabía que no
iba a recibir una herencia porque ya me había dado una casa en vida. Entonces
pensé, ¿Que me puedo llevar de recuerdo que no tenga un valor material y que
ella apreciara? Allí estaba su biblia.
Inmediatamente la puse encima de la ropa en mi valija. En esa biblia aprendí el
Salmo 4-8 a los ocho años de edad como oración para antes de dormir y el salmo
23 de memoria a los doce años. Ella me ponía a leerle la biblia antes de
acostarnos y con el cuento de que solo había hecho hasta segundo grado, ella
sabía que, al leerle, yo también aprovecharía La Palabra. En la pasta negra y
dura tenía grabado en letras doradas y en relieve su nombre: Antonia Springer.
Luego vi un gran cortaúñas para los pies. También lo agarré. Luego un
maletincito negro de tela con zíper en donde guardaba sus medicinas. Lo vi
apropiado para guardar maquillajes para mi hija Gilda. Era un recuerdo que mi
hija iba a apreciar.
Me sentía tan
confortable en el cuarto de mi adorada abuela. Las almohadas tenían su olor. No
cambié la ropa de cama. Era mi abuela. No me podía dormir y me puse a recordar
de cuando venía a pasar vacaciones a esa casa siendo un niño. Conservaba el mismo calor y olor agradable.
Después como un adolescente y al final como un estudiante universitario. Allí
estaba el escritorio antiguo con llave de mi abuelito Misteredi que tanto me
intrigaba cuando era niño. ¿Que había adentro?
Recordé cuando
regresé a esa casa ya casado, en 1976, con Gilda mi esposa, mis hijos Claudia Rosa,
Roberto Armando y Gilda Alicia. Mónica Alejandra
no había nacido aún. Roberto tenía cinco años. Mi abuela me pidió que me
encaramara en la parte de arriba de su closet, en donde había una valija azul
celeste, antigua y descolorida en las esquinas.
La puse sobre la cama y me pidió que la abriera. Adentro estaban unos
pantaloncitos blue jean con pistolas bordadas de hilo azul y rojo en las
bolsas, y estas, llenas de piedras. Así los había guardado ella, tal como yo
los dejé cuando yo tenía cinco años. Los agarró con sus manos gorditas, suaves
y arrugadas y me los entregó diciéndome: Para Robertito. Le quedaron a la
medida.
Yo consentía a
mi abuela y ella se dejaba consentir. A cambio ella me daba de su sabiduría y
seguridad. Nada la asustaba. Nada era nuevo para ella.
Ya de regreso a
San Pedro, abrí mi valija y la biblia no estaba ahí. Me dio mucho pesar no
tenerla porque yo sabía cómo ella amaba ese libro. Nunca me pude explicar cómo
desapareció la biblia de mi valija. Creo que se me salió al empacar para mi
viaje de regreso.
Pasaron 11 años
y un 18 de enero del 2006, recibí una nota del correo notificándome que me
había venido un paquete de Australia. Fui a reclamarlo y allí estaba la biblia.
Mi tía Ana que vive en Australia me escribió una tarjeta de cumpleaños en donde
me decía que estaba buscando en la biblia algo apropiado para mí y que
dijo: Mejor le mando la biblia de su
abuelita que a él le va a encantar. Ella la había encontrado muchos años después.
La biblia venía exactamente como mi abuelita la tenía. Traía entre sus páginas,
a manera de marcador, mechones de pelo rubios de bebés, dibujos hechos de sus
nietos. Un recibo del teléfono de la casa y varias hojas sueltas de las que dan
al entrar en una iglesia. Recuperé mi biblia y es la que yo uso. Aquí la tengo
a mi lado, sobre mi cama.
Gracias
abuelita querida. La añoro.
Mi abuelito
Misteredi murió el 29 de enero de 1982, a la edad de 82 años. Mi abuelita Toña
le acompañó el 23 de abril de 1995, de 87 años.
Dejaron para
siempre 1417 Molino Avenue, Long Beach, California, su hogar. Mi segundo hogar.
Sabía que nunca
más volvería allí, la casa que conocí desde que era un niño. Ya no tenía a
nadie por quien volver.
FOTOS
Nota, la pasta
de la Biblia se la puse nueva, pero conservé el pedacito en donde estaba el
nombre y se lo incrusté a la pasta nueva.
Las páginas
manuscritas rescatadas del basurero.
Esta es una
copia a máquina de una de las paginas rescatada del basurero, en donde nos
cuenta como conoció a mi abuelito Misteredi, cuando se sacó la lotería y compró
su casita (La Casa del Pino) en el barrio Buenos Aires. (está copiada exactamente
como ella la escribió)
La
abuela Antonia Núñez de Springer
La Abuela Anonia Nuñez de Springer, tomando un crucero en Holanda |
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