Juan Ramon Martínez
Conocí a Carlos Enrique Laínez Canales, un 23 de enero de 1966 en Langue Valle. Eras dos años más joven que yo, -- nació el 19 de enero de 1943-- aunque era ya, desde su juventud, un educador de probada vocación, respeto por la profesión y un enorme orgullo por su ciudad natal.
Me impresionó desde el primer momento en que nos conocimos. Jacobo Santos entonces estudiante de medicina y que me había convencido para que me hiciera cargo de la dirección del Instituto John F. Kennedy, fundado tres años antes. Me dijo con la suavidad de los Santos, esté es “Carlos Laínez y es el consejero de estudiantes”. Era un hombre de mediana estatura, de 1.64 centímetros, tez blanca (en privado lo llamaba “Chele” Carlos), rostro agradable, palabra fácil, simpático y muy interesado en hacer sentirle a los demás – por lo menos fue el sentimiento que experimenté al conocerlo – que era útil, competente y dedicado en la búsqueda de resultados y lo más importan que se podía confiar en él. Porque era un hiperactivo que solo se sentía bien cuando lograba resultados. Y desde ese año, trabamos una amistad que resistió todos los avatares de la vida, la distancia de nuestras residencias y las diferentes actividades que, tanto el como nosotros nos dedicamos. Esa amistad solo la interrumpió la muerte, ocurrida el día --- de junio, más por efectos del miedo a la muerte que, a la enfermedad que lo llevó a la tumba. Porque Carlos Laínez, era de temperamento sanguíneo, nervioso e hiperactivo, que difícilmente podía estar encamado con cuatro personas que las vio morir una en una, cada día. Su última petición que, no pude cumplir, fue la que le hizo a su último hijo, Cesar Laínez que, trabaja conmigo en la Comisión de la Conmemoración del Bicentenario de la Independencia, y que sabíamos que era un esfuerzo inútil porque el corona virus ya se había instalado en su cuerpo, sufría de alta presión y de una diabetes que le amargaba la vida, desde hacía varios años.
Durante dos años fue mi mano derecha en la dirección del colegio JFK que, no solo era para mi aquel día, inicialmente, unos muebles prestados por la escuela “Ramón Rosa”, donde Carlos Laínez era el subdirector—y una silla vieja de cuero que, me hice la ilusión que era de los tiempos en que Francisco Morazán, pasaba por Goascorán, “en camino” a El Salvador. El cuento me lo hizo Arístides Padilla y que, causó buena impresión en mi sensibilidad inicial de joven historiador. (A los pocos días, el dueño mandó a recoger la silla y el director se quedó sin que tener en qué sentarse, solo con la anécdota) Tenía para entonces 25 años y me acababa de graduar, el año anterior en noviembre, como profesor en Ciencias Sociales en la Escuela Superior del Profesorado. La mayoría de las cosas que hicimos en el colegio, se debió al entusiasmo, apoyo y dedicación de Carlos Laínez.
Limpiamos el terreno en donde construiríamos el colegio que sigue siendo motivo de orgullo de los Langueños, los alquilamos a los circos que pasaban por allí y con 10.000 Lempiras que consiguió Nick Anderson, voluntario del cuerpo de Paz, en CARE: Carlos, Oscar Nolasco, Arístides Padilla, Beto Rosado, Antonio López y el Alcalde Municipal Antonio Yanes, nos dimos a la tarea de recoger materiales locales de construcción con los alumnos – hombres y mujeres – recogiendo piedras y trayendo arena del puente siete, ubicado entre la intersección de la carretera de tierra desde Langue, hasta la Panamericana y de allí tres kilómetros en dirección a Nacaome. En las actividades para la búsqueda de los fondos adicionales, destacaron dos: la petición de ayuda económica de los “langueños” residentes en otras ciudades de Honduras. Lástima que no llevamos una bitácora, porque solo recuerdo, ahora que le rindo homenaje al ilustre desaparecido, los nombres de un señor Molina que administraba un centro de materiales triturados a la orilla del rio en las cercanías de Pespire y la cooperación de Alcides Pineda, originario de Langue y residente en Choluteca, que nos regaló 100 bolsas de cemento. La segunda, la celebración de fiestas bailables y proyección de películas – con un proyector prestado por USIS y que manejaba Carlos Laínez por supuesto—que nos permitieron iniciar las tareas. A mí me tocó dirigir y hacer la fundición de los cimientos del edificio, Mis conocimientos eran mínimos sobre el tema; pero confiando en que Nick Anderson que, gringo era voluntario del cuerpo de Paz en Langue, sabía algo de arquitectura básica. Conseguimos una mezcladora que me encargué de manejar, después que, junto a los alumnos y con piocha en mano, ---para dar el ejemplo--, hicimos las zanjas que después, con el paso de los años, supe que estaban sobredimensionadas, porque podían soportar un edificio de dos o tres pisos. En las fiestas y proyección de películas, el nervio era Carlos Laínez. Iba a Tegucigalpa a alquilar las películas, casi siempre mejicanas, las proyectábamos en el edificio del cabildo municipal, en donde además organizábamos fiestas amenizadas con la Banda de Goascorán y con los “Silver Star”, el joven músico Juan Cárcamo – autor de la popular melodía “Goascorán” – recién acababa de fundar. Carlos Laínez, era muy respetuosos conmigo. Casado con Delsy Cruz – que nos preparaba a mí a mi familia cuando, años después íbamos a visitar nuestras amistades en Langue—los hijos mayores del matrimonio Laínez—Cruz-- fueron mis ahijados, con lo que la amistad se consolidó. Fue el padre de una familia numerosa integrada por Glenda Xiomara, Malcolm Enrique, Delsy Suyapa, Lourdes Natalia, Carlos Enrique, Honduras del Milagro, Julio Gilberto, Laura Petronila y Cesar Enrique Laínez Cruz. Pero cuando bebía, me habían prevenido, tenía que evitarlo, porque discutía por cualquiera cosa – especialmente de temas políticos, porque era un liberal intransitable, en los primeros años, seguidor de los Reinas, de los cuales se alejó, cuando descubrió que eran poco amigos del trabajo y de honrar su palabra y sus compromisos – y que, sin que uno se percatara, le daba de golpes en la cara inesperadamente; y salía corriendo. Enterado, una tarde de fin de semana, me fue a buscar y cuando empezamos a discutir, le advertí que a mí no me tomaría de sorpresa. Porque su “fama” era que lo golpeaba a uno; y salía corriendo. Como estaba enterado, no se produjo ningún incidente. El otro fue más gracioso y le sirvió durante muchos años, para burlarse de mi ingenuidad. Resulta que, en una de las fiestas – en las que normalmente no bailaba, porque evitaba hacerlo con mis alumnas para mantener la distancia y el respeto --, muy alegre y concurrida llegó una muchacha atractiva de Tegucigalpa, de estatura ideal para un bailarín como yo, de 1.84 que, no gustaba de bailar con mujer más bajas, de improviso me fijé en una mujer guapa, de estatura ideal, a la que invité a bailar. Buena bailadora –lo que me permitía disimular mis debilidades – y de fácil conversación, nos “abonamos”. Carlos se paseaba a mi alrededor y me decía “te felicito Juan” – nunca me llamó de otra manera – “has encontrado la compañía ideal”. Sin duda, el me conocía bien. Y veía en mis ojos, el contento y la satisfacción de haber encontrado en el erial de las prohibiciones auto impuesto por mis rígidos principios morales como docente, la compañera ideal. Por lo menos, para esa noche. Cuando ella me preguntó que, hacía en Langue, le dijo que el director del Colegio. Ella no me creyó. Y, más bien, se consideró autorizada para inventarse una historia, rápidamente, acorde con la que, ella creía, que yo igualmente me había inventado. Me dijo que ese año, se graduaba en la Normal de Señoritas de Tegucigalpa y que el otro iría a vivir donde consiguiera trabajo. Inmediatamente le abrí las puertas del JFK que dirigía, para que aplicara. Cometí el error de contarle a Carlos Laínez, la conversación y la oferta que le había hecho a la joven “normalista”. Y y una sonrisa, seguida de una carcajada, que escandalizo al silencio circundante, me dijo: “te ha engañado, hombre, es una cocinera que trabaja en Tegucigalpa”. El lunes siguiente fui el hazmerreír de todos los colegas profesores y de los alumnos mayores, --algunos de más edad que la mía—(recuerdo a Miguel Romero, a Adolfo López y a Pedro Ortiz) y, que me preguntaban por ella y que cuando la traería a trabajar. La broma duró mucho tiempo. Y la joven, sufrió mucho por lo que, en los dos años que viví en Langue, jamás la volví a ver.
Construida la primera etapa del edificio del colegio, en cuya fase final se involucró mucho – especialmente en la construcción del cerco de maya ciclón, Oscar Nolasco que era mi subdirector—vinieron otros directores. Le ofrecí sucederme a Reynaldo Salinas y al final convencí a Delicia Tome para que asumiera el cargo, que desempeñó con diligencia y habilidad. Después, el director que más tiempo y prestigio le ha dado a una de las instituciones educativas de más respetables del departamento, fue Carlos Laínez el que, no solo amplió el edificio – dos veces más que lo que habíamos hecho bajo mi dirección – sino que logró oficializarlo y elevarlo a Instituto Polivalente. El prestigio adquirido y su fuste de dinámico educador llamó la atención del Ministerio de Educación que, lo nombró director de la Escuela Normal de Agricultura de San Francisco de Atlántida, donde desempeñó una excelente labor. Regresó a trabajar otros años más a Langue, hasta que se jubiló y para el 2005, ya estaba instalado en Tegucigalpa. Para ese año, cuando acepté –en forma que todavía lamento– ser candidato presidencial del Partido Demócrata Cristiano, el -- siendo liberal--, me acompañó en forma pública, trabajando en la sede de la campaña en donde con Daniel Casula y Aida Zelaya que, fueron de los pocos que honraron su amistad para conmigo, en donde puso en contraste su talento con la inopia y la mala voluntad de la directiva del PDCH – encabezada por Lucas Aquilera; todos empleados de Arturo Corrales– que en vez de ayudarme, apostaban por mi fracaso. La sombra de Corrales me persiguió durante toda la campaña en donde, sin embargo pude apreciar que el partido no tenía futuro y lo único que podía hacer era, luchar por mantener los 5 diputados que teníamos en el Congreso, cosa que logré. La dedicación y el compromiso de Carlos Laínez y los amigos citados, contrasta con el de uno de mis mejores amigos de Olanchito (Juan Fernando Ávila Posas) que, en una tarea exploratoria, Nora Midence, le pidió ayuda para organizar una reunión a la que yo concurriría. Juan Fernando Ávila, le respondió a Nora, mi esposa que, no podía ayudarla; y con ese tono de los olanchitos que somos arrogantes con facilidad, cuando así lo queremos, porque estaba escribiéndole un discurso a Manuel Zelaya Rosales, que en forma extraña –que solo Tito Mejía puede dar cuentas– ganó las elecciones. Para hacer el ridículo, unos años después.
A la hora de su muerte, Carlos Laínez, había perdido el 2 de marzo del año pasado a su esposa Delcy Cruz, la mujer que lo acompañó durante toda su vida. Cuando le visité, sentí que mi amigo y compadre inolvidable, estaba emocionalmente dañado. Aunque quería disimularlo, lo sentí estragado en Langue, afectado por la soledad de quien por más de sesenta años había sido la compañera de su vida. No lo volví a ver. Cuando empezó la larga cuarentena, le pregunté a su hijo César dónde estaba, me dijo que en Langue y que, allí no había restricciones. Que todo era normal; que su papá se mantenía activo haciendo obras en la casa familiar, dirigiendo a albañiles con el talento que había adquirido en su vida de educador. Cuando me avisaron que se había contagiado, creí que podría salir adelante. Pero el miedo a la muerte – de las personas que adolecían del mismo mal -- provocó que, su corazón generoso se rindiera. La noticia de su muerte me afectó singularmente, especialmente porque no pude acompañar en su entierro a uno de los más viejos, duraderos y leales amigo que la vida me ha dado. Y que ha sido generosa conmigo, porque en Langue – y posiblemente por el cariño que Carlos mantuvo conmigo y con lo que él llamaba mi obra – cuando visito sus calles ahora pavimentadas y con agua luz eléctrica las 24 horas del día, (cosa que en 1966 no había), he llegado a sentir empequeñecido el cariño que imagino guardan en Olanchito – donde las nuevas generaciones y los emigrantes asentados allá, han partidarizado las relaciones de amistad. Y en donde, además, no tengo discípulos, sino que adversarios gratuitos y minúsculos enemigos – porque aquí, los nietos de mis ex alumnos, me detienen en la calle o me visitan en la casa de Carlos Laínez, donde siempre me he hospedado y seguiré haciéndolo, para referirme lo que ha sido de sus padres o de sus abuelos. Y como agradecen mis enseñanzas y ejemplos como educador, muchos de los cuales fueron preservados en la memoria de la colectividad, gracias a la pedagógica acción de Carlos Laínez, uno de mis más grandes amigos que ha dado la vida. Y que, ahora, lamento su ausencia y escondo mis lágrimas para escribir estas frases de un hombre que, en el tramo final de su vida, reconoce en Carlos Enrique Laínez, un personaje inolvidable. Nick Anderson, el ex miembro del Cuerpo de Paz, me ha escrito desde Estados Unidos, ofreciéndome 5 mil dólares para crear una beca a nombre de Carlos Laínez o para comprar libros y, en su nombre, enriquecer la biblioteca que, creo que, todavía lleva mi nombre.
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